Para ti, que ya no estás



Para ti, que ya no estás

Cuando tenía tres años, me gustaba pintar y jugar con los niños del preescolar. 
Cuando tenía tres años, me encantaba comer helado. 
Cuando tenía tres años, adoraba ir a la casa de mi abuela con mi papá. 
Y es cuando tenía tres años que mi papá murió. 

Quise llamarlo por teléfono. 
Quise encontrar la escalera que me llevara al cielo y así poder verlo, hablarle. 
Quise que estuviera presente para que salieramos a pasear cada domingo. 
Quise tenerlo, porque era mi papá y yo no entendía por qué la vida me lo había arrebatado. 
Quise tantas cosas, pero sobretodo, que estuviera vivo y a mi lado. 

Pasaron los años. 
Años de pesadillas. 
De lágrimas. 
De tristeza. 
De anhelo por un padre que se fue sin decir adiós. 

La niña de tres años creció. 
Y la adolescencia llegó. 
Las pesadillas han disminuido. 
Pero el llanto no se ha ido. 
Ahora soy una adolescente sentimental. 
Una adolescente que aún llora por el padre que no recuerda haber disfrutado. 
Que llora porque no recuerda su rostro. 
Que llora porque no está. 
Que llora porque quiere llorar. 
Y necesita llorar. 
Mi madre me consuela entre sus brazos. 
Todas y cada una de las veces que lloro, ella está ahí. 
Pero ella no es él. 
La amo, ella lo sabe. 
Pero también lo quiero a él. 
Y él no está. 
No es justo. 
¿Por qué a mí? 
¿Por qué a él? 
Las dudas me asaltan... 
Los hubiera, los quizás... 
"Mi vida pudo ser diferente, mejor, con él aquí" 
"Quizá no fuese tan insegura" 
Tantas cosas... 

El tiempo pasó. 
La adolescente creció. 
Ya es casi una adulta. 
Una joven. 
Que ha cambiado. 
Y ha entendido que hay cosas que no se pueden cambiar. 
Y que no queda más que aceptar. 
Que hay que aprender a vivir con ello. 
Aprender a recordar sin llorar. 
A recordar sin sentir dolor, o no tanto al menos. 
A recordar con sonrisas. 

Y aceptar que la vida es una, y que no vale la pena vivir con rencores, con tristezas o llenos de dolor. 


Hay que aceptar, dejar ir. 

Y no, dejar ir no es querer menos. 
Dejar ir es parte de la vida. 
Dejar ir es pensar en sí mismo, en el bienestar emocional propio. 
Porque sí, hay paz y alivio cuando por fin uno deja ir aquello que causa tanto agobio y tristeza.


¿A quién le gustaría echar un vistazo a la tierra y ver a sus seres queridos en un estado de agonía que no les permite vivir plenamente? 

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